INTO THE WILD
Escribir sobre una película como
“Hacia las rutas salvajes” no es una tarea sencilla. Aún recuerdo la primera
vez que la vi, en el cine de verano, hace exactamente (mmm, déjame pensar) ¿cinco
años? Algo así. Recuerdo que fue un día importante porque al volver del cine el
chico que me gustaba me había escrito un mensaje. Pero, volviendo a lo
importante: apenas pestañeé en toda la película, que por cierto, no es nada
corta. 148 min se me pasaron en un abrir y cerrar de ojos.
El hecho de saber que se trataba de
una película basada en una historia real no hizo sino acrecentar mi asombro: la
decisión de un joven de cortar todos los hilos que le unían a la realidad para
escapar de una vida y de una sociedad que le asfixiaba.
No se puede negar, que liberarte de las ataduras siempre es estimulante.
Christopher McCandless viaja a todo
lo largo de los EEUU. Sin vehículo. Sin dinero. Sin identidad. Sin compañía. Tan
solo él y sus reflexiones que, en más de una ocasión, tumbaran al espectador
cabeza abajo. ¿Por qué debemos acatar cada orden? ¿Por qué nos privan de
nuestra libertad a cada paso, a cada golpe de respiración?
Pero, lo más importante de esta
película reside en las sensaciones que transmite: libertad, amor por la
naturaleza, inconformismo. El compositor Eddie Vedder hace un gran trabajo en
este aspecto. Su música (así como todas las imágenes de naturaleza salvaje) nos
transportan a un mundo paralelo donde las preocupaciones no existen más que en
nuestra mente; donde otro tipo de existencia es posible. Una existencia en la
que tan solo hay paisaje, un par de libros, animales que cazar, un autobús
mágico. Y, por supuesto, tú mismo.
A veces pienso en todas las personas
que se encontraron a Chris en su camino, como la pareja de hippies del caucho o
Ron Franz. ¿Alguna vez pensaron en lo importante que llegaría a ser Chris en
sus vidas? ¿Alguna vez se dieron cuenta de lo peligroso de su proyecto? ¿De lo
peligroso de ir a Alaska, a la naturaleza salvaje, sin nada más que unas
simples bolsas de arroz, una garrafa de agua vacía y unas botas de montaña?
Pero aún más, seguro que nunca imaginaron que sus vidas serían publicadas,
proyectadas en una película, conocidas a nivel mundial.
En realidad sería Jon Krakauer,
periodista, escritor y alpinista norteamericano el que investigó sobre el viaje
de Chris y decidió publicar un reportaje sobre su viaje. Más tarde el reportaje
se convertiría en libro. El libro, que no tiene absolutamente nada que objetar
y que cuenta, no solo las aventuras de Christopher, sino también algunas de las
del propio autor, pasaría a ser película.
Pero, fundamentalmente, una reflexión
que me surge a partir de esta película es aquella relacionada con las
relaciones humanas. En este mundo gobernado por las tecnologías y la
comunicación instantánea, no parece quedar espacio libre para la soledad: un
estado tan necesario como aquel que ofrece la compañía. Y esto es algo que se
puede apreciar a lo largo de toda la película. Puede ser que Christopher
Mccandless fuera tan cabezota como para no pensar en nada más que en la soledad
pero, finalmente, comprendió que la felicidad, solo puede ser real cuando es
compartida. Es una lástima que se tuviera que dar cuenta tan tarde.
En cierto momento de la película
Christopher McCandless dice:
Se equivoca si piensa que las alegrías de vivir las dan solo las alegrías
humanas. Dios impregno con ella todo lo que nos rodea, está en todo lo que
podemos experimentar. La gente tiene que cambiar su forma de ver las cosas.
Y es cierto que a veces asusta el
hecho de que hoy en día muchos no puedan disfrutar de su soledad, de su
aislamiento del exterior, tan necesario para mejorar y crecer dentro de
nosotros mismos.
Creo que, en realidad, lo que más me
gusta de esta historia es que, en realidad, no es tan solo una historia. Aunque
“Into the wild” es la historia de Christopher McCandless, se trata también de la
historia de todos aquellos que lo acompañaron en su viaje. Y cada una de estas
historias es de una belleza indescriptible.
Lo cierto es que ya he escrito casi
dos folios de Word pero aún soy incapaz de reflejar el contenido de la película,
de transmitir su fuerza. La bajada por los rápidos en canoa, los momentos de
caza, el impresionante paisaje de las tierras salvajes. Y creo que,
precisamente por ello, es mejor ver la película directamente y hacerse su
propia idea.
A todo esto, tan solo quiero añadir
que la banda sonora, de Eddie Vedder, obtuvo un premio Grammy a mejor canción
adaptada a una película. Además, es la música perfecta para un viaje por
carreteras ¡Queda advertido!
La primera vez que vi esta película,
esta tuvo un fuerte impacto sobre mí. Cambió mi manera de ver las cosas en
muchos aspectos. A los pocos meses, me inspiró para escribir este pequeño
relato que, releyéndolo ahora, poco tiene de la película y mucho más de
historieta de amor. De todas formas, quería compartirla aquí:
Ahora que Anne era mayor se pasaba las tardes
sentadas frente al televisor, como cualquier otra mujer con el pelo blanco.
Aunque ella sabía que no era como las demás. El resto tan sólo veía allí a una
anciana sentada en la camilla, pero no sabían que ella miraba el aparato de
televisión sin ver. Que oía sin escuchar. Tan sólo pensaba que aquella sucesión
de sonidos monótonos y repetitivos podían ayudarla a recordar. Y recordar era
todo lo que allí hacía.
Recordaba el tacto de las telas, sus
llamativos colores. Los olores, tan intensos. Y sus ojos. Esos ojos marrones
que la seguían allí dónde fuera aquel verano de 1969.
Anne acababa de cumplir veinte años y sus padres
habían decidido celebrarlo con un viaje a la India. Habían alquilado una gran
casa al lado de Deli y allí pasaban los días y las noches.
Desde el primer día aquella tierra cautivó a
Anne. La gente y su pobreza que ella nunca hubiera creído desde su acomodada
situación en Inglaterra. Y lo mejor de todo eran aquellos paseos por la mañana
al mercado a dónde acompañaba a Nayara, la chica que se ocupaba de las tareas domésticas.
Ambas tenían la misma edad y desde el principio quedaron unidas por fuertes lazos
de amistad, sin importarles la procedencia ni la diferente posición que
provocaba más de un codazo a su paso. Lejos de esto, compraban y cocinaban
juntas y luego pasaban la tarde entre baños en el riachuelo de al lado de la
casa. Allí una pequeña cascada las hacía saltar y reír.
Allí fue dónde lo vio por primera vez. Un
nómada, un alma indómita. Él.
Las miraba mientras se bañaban y no parecía
importarle ser descubierto en su observación.
Cuando Anne lo descubrió entre los ramajos se
pegó un susto de muerte, ahora sonreía al recordarlo. Un chico tan blanco como
ella. Barbudo y vestido con un taparrabos indio. El torso al descubierto. En su
mano un palo afilado con el que había estado pescando. Y esos ojos que no se
despegaban de ella un segundo. Y ella que tampoco podía despegar los ojos de
él.
Vivía en una chabola cerca de la finca que
ellos tenían, le contó Nayara. Él también había llegado con dinero. Ataviado de
trajes occidentales y buenos modales. Era un chico raro. Lo consideraban loco y
la gente trataba de rehuirle siempre que le era posible. Comenzó dando su
dinero a los pobres que se morían de hambre. Les daba comida y mantas donde
hacer más apacible su vida en la calle. Todos temían el día en que se fuera y
ya no hubiese nadie que se apiadase de ellos. Sin embargo ya nunca se fue. Se
quedó a vivir en la naturaleza. Tenía su propio huerto y le gustaba pescar. Era
educado y, sin embargo, la gente ya no podía fiarse de él. Un hombre que había
abandonado su vida por ser como ellos debía de estar loco o ser un idealista. Y
allí ya no había espacio para ninguno de los dos.
No fue hasta finales de mes que Anne volvió a
verlo. Vendía tomates en el mercado aunque nadie parecía comprarle.
Aparentemente ajeno a la situación, permanecía sentado en una silla plegable,
con unas gafas enormes, leyendo. El pelo, largo y enredado, lo tenía sujeto en
un moño encima de la cabeza y, envolviéndolo, un llamativo fular morado. Se
acercó, no sabía por qué pero no podía evitar sentirse atraída por su
presencia. Por aquellos ojos marrones que ya no se separaron de ella en todo el
verano.
-Hola -le saludó en inglés.- Quiero un par de
kilos de tomates por favor.
Y él le sonrió. Aquella sonrisa. Aquellos
dientes algo amarillentos y desgastados para lo temprana de su edad.
-Claro que sí. -Y su acento. Su voz. Su
olor. -¿Quieres que vayamos a dar un
paseo?
Él llevaba el carrito y, sin saberlo, también
su corazón. La gente a su alrededor se volvía a cada instante. Preocupados.
Curiosos. Desconcertados. Ella, la chica buena y educada. Guapa si podía
considerarse hermosa a una mujer tan pálida. Refinada.
Y hablaron. Hablaron de filosofía. Y de arte.
Hablaron de la India. Y de Inglaterra. Pero no hablaron de ellos. ¿Qué
significaban esas dos pequeñas y materiales personas, sujetas al devenir?
Caminaron lo que le parecieron instantes,
horas en la realidad. Hasta llegar a un recodo del río donde el agua caía en
cascada, alborotada. Pura. Virgen. Cristalina.
Y se desvistieron. Y ya no hablaron más de
filosofía. Ya no más de arte ni política.
Sino que se dejaron hacer. Nadaron y se
zambulleron una y otra vez. Felices de su felicidad mutua. Se abrazaron y se
sintieron unidos. Ellos que tan sólo se conocían de unas horas atrás. Pero ¿Qué
importaba el tiempo en un mundo donde todo se acaba? ¿Para qué conceder
importancia al tiempo cuando quizás mañana ya no quede nada? Si tan sólo nos
quedan fragmentos que una vida que recordar. El ayer, el hoy y el mañana
confluyen y se abren camino a través de los días, las horas, aquellos instantes
en los que somos felices.
Aquella noche, Anne pensaba en él.
Christopher era su nombre inglés. Aahan su nombre indio. En sus caricias, en
sus besos, su deseo aumentaba. Su anhelo por dormir con él, por notarlo cerca,
junto a ella.
Aquella noche Anne se escapó de casa por
primera vez. Anduvo cerca de media hora a oscuras bajo riesgo de pisar una víbora
hasta encontrar la chabola donde él hacía su vida. Y no le sorprendió ver luz a
través de la ventana. ¿Cómo dormir si se puede vivir?
Aquella noche la pasaron juntos. Y como
aquella noche muchas más. Abrazados se contaban sus sueños, fantasías utópicas
que, sin embargo, veían cerca. Tan cerca. Ella dejó sus faldas y sus trajes.
Los colores eran demasiado llamativos como para dejarlos en los puestos. Quería
vivir, formar parte de aquello. Y ante todo quería amar. Aún más. Deseaba
sentirse amada.
Leían y reían juntos. Por las noches fumaban
canutos y se transportaban. A otra vida. A otros cuerpos. Y hacían fotos. Él le
enseñó a pescar. Ella a coser.
Pero el verano terminaba y la madre de Anne
la instaba a volver a casa. Allí sus estudios. Sus amigas. Su primo Adrien,
pretendiente desde hacía ya años.
Y las quejas y los lloros. La impotencia e
incomprensión. ¿Cómo poder añorar a una persona con la dormía todas las noches?
Y aquel último día. Aquella madrugada tan
especial después de horas a través de las rutas salvajes para alcanzar aquel
oasis. Aquel paraíso inhabitado. Las cañas, el río. El amanecer. Anne recostada
en su pecho y el sol cubriéndolos poco a poco. Los ruidos de la naturaleza al
despertar.
Y allí se quedó. Él con sus ojos marrones.
Con las promesas sin cumplir y los sueños de una juventud recién descubierta.