jueves, 20 de marzo de 2014

El jardinero fiel



Cuando vivía en España ya conocí la increíble historia de un jardinero fiel creado por John Le Carré. Ahora que vivo en México he conocido a otro jardinero fiel así como su historia. Y este jardinero fiel es bien distinto.

El jardinero fiel de Clarissa Pinkola Estés

La bendición
En
nuestra familia tenemos
una antigua bendición:
“Aquel que siga despierto después de pasar
toda la noche escuchando cuentos, sin duda
se convertirá en la persona más sabia del mundo”.
Que así sea
para
vosotros.
Que así sea
para todos nosotros.

En apenas 80 páginas, Clarissa Pinkola Estés nos cuenta el maravilloso cuento de “aquello que jamás debe morir”, el cuento que le contó su tío, el jardinero fiel. En estas páginas, la autora nos transporta a su infancia, la cual se vio condicionada en gran medida por la llegada de su tío, un hombre mayor, refugiado de la Segunda Guerra Mundial. También nos cuenta su vida inmersa en un bosque de hadas americano. De hecho, también nos cuenta el cuento de hadas de este bosque. Pero sobre todo, nos cuenta que toda vida puede resurgir de las cenizas y esa será la mayor enseñanza de estas páginas.


Buscando un poco de información sobre la autora he encontrado que también tiene un libro llamado “Mujeres que corren con los lobos”. No me digáis que no tiene buena pinta.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Los años con Laura Díaz



En los últimos dos meses, Carlos Fuentes me ha llevado de la mano a conocer a Laura Díaz a lo largo de sus cien años de vida. He conocido a Laura Díaz, a las hermanas Leticia (la mutti), a Hilda, Virginia y María de la O de la hacienda tabacalera de Catemaco. He conocido la historia de México, de su revolución, de su movimiento obrero, de su capitalismo. He conocido a Laura a través de su marido, de sus hijos y nieto; a través de sus amantes. A través de sus amigos: Diego Rivera y Frida Kahlo.

Laura Díaz: la hija, la esposa, la amante, la madre, la artista, la vieja, la joven.

Pero Laura también me ha acompañado a mí a través de mis últimos dos meses: me ha acompañado a la sierra y me ha prestado compañía frente a la chimenea. Vino a Bélgica, y, recientemente, a Marruecos.

Creo que ha sido precisamente el período de tiempo que ha pasado desde que comenzase el libro hasta que leyese su última página lo que me ha llevado a entender su historia de la manera en que lo he hecho. Una historia centenaria, como así lo es su dueña.


No creo que nadie sea capaz de terminar la novela sin la curiosidad de buscar alguna foto de la famosa Laura Díaz. Y, sin embargo, Laura nunca saldría de las páginas que la crearon y dieron forma. Parece cruel que un personaje de dicha entidad tenga la capacidad de compartir momentos cruciales con Frida Kahlo o Luis Buñuel y que, no obstante, no pueda compartir su capacidad más esencial: la de existir.

lunes, 21 de octubre de 2013

My Family And Other Animals



A pesar de que los ojos se me cierran ya de sueño, no he querido dejar pasar la oportunidad de escribir sobre esta hermosa historia que comencé a leer tanto tiempo atrás.

Se trata en realidad de un maravilloso cuento basado en la historia natural de la isla de Corfú en la que Gerald Durrell vivió desde los diez hasta los quince años. Años decisivos que le llevarían a convertirse en un gran y conocido zoólogo. Como dice desde la primera página:

“Esta es la historia de cinco años que mi familia y yo pasamos en la isla griega de Corfú. En principio estaba destinada a ser una descripción levemente nostálgica de la historia natural de la isla. Sin embargo, cometí el grave error de presentar a mi familia en las primeras páginas…”

Una cosa que me gusta de este libro es el hecho de que comenzase a leerlo en mis vacaciones de verano en Croacia. Y el motivo es que, durante algunos de los largos trayectos que nos recorrimos en la furgoneta fui capaz de ver cientos de similitudes entre la vida del pueblo croata y la de los habitantes de Corfú. O al menos de las vidas que el libro deja entrever.

Unos personajes entrañables que te envuelven con sus historias. Desde luego, a todos nos gustaría tener una madre como la de Gerald. 

martes, 10 de septiembre de 2013

One Day



Supongo que aún no estoy segura de si me ha gustado la película; hasta cierto punto. En realidad nunca he estado en contra de aquellas películas con un final triste, siempre y cuando hayan tenido una trama feliz, claro. Es por ello que esta película me ha dejado con una sensación agridulce en el cuerpo.

Veréis, desde el primer momento supe que no iba a ver una película altamente interesante, de esas con un trasfondo histórico considerable o con frases célebres que repetir en cualquier ocasión. No pensé que tuviera una trama difícil de seguir, ni que fuera de una originalidad apabullante. No lo pensé, la verdad. Buscaba una película sencilla, romanticona y entretenida. Una de esas películas fácil de seguir en inglés, sin demasiada complicación. One Day me pareció la opción correcta y, de hecho, si nos dejamos guiar por estas directrices, esta es, efectivamente, la película adecuada.

Y, sin embargo, supongo que no he sido capaz de disfrutar tanta soledad, tanta insatisfacción reflejada a lo largo de la película. Me estremezco al pensar que dos personas puedan ser tan desdichadas y sentirse tan solas, estando al mismo tiempo tan enamoradas. Supongo que esta película demuestra, una vez más, que el amor no lo es todo, y que hay muchas más cosas. Y que el mundo nos ofrece tantísimas posibilidades que ya parece que el amor puede sorprendernos a cada esquina y, quien sabe, quizás sea así. Pero quizás no. Por ello es posible que no haya que dejarlo escapar. Y si aún tienes dudas,  entonces debes ver esta película.



Por cierto, me han encantado los decorados, los cambios perceptibles en la moda y en la decoración a lo largo de los años. Sobre todos las imágenes que muestran los campos y ciudades francesas.

La banda sonora, de Rachel Portman, le va de maravilla.


¡Vaya! Se me olvidaba decir que, pensándolo bien, One Day me ha recordado a la película de Postada Te Quiero. Seguramente porque ambas tienen la misma actriz principal. Pero también porque las dos reflejan la frustración de dos personas que se aman y que apenas pueden pasar una pequeña parte de su vida. Y aquí lo dejo porque mi cursilería, si no se la frena a tiempo, puede llegar a niveles catastróficos.

viernes, 26 de julio de 2013

Hacia las rutas salvajes



INTO THE WILD

Escribir sobre una película como “Hacia las rutas salvajes” no es una tarea sencilla. Aún recuerdo la primera vez que la vi, en el cine de verano, hace exactamente (mmm, déjame pensar) ¿cinco años? Algo así. Recuerdo que fue un día importante porque al volver del cine el chico que me gustaba me había escrito un mensaje. Pero, volviendo a lo importante: apenas pestañeé en toda la película, que por cierto, no es nada corta. 148 min se me pasaron en un abrir y cerrar de ojos.

El hecho de saber que se trataba de una película basada en una historia real no hizo sino acrecentar mi asombro: la decisión de un joven de cortar todos los hilos que le unían a la realidad para escapar de una vida y de una sociedad que le asfixiaba.

No se puede negar, que liberarte de las ataduras siempre es estimulante.

Christopher McCandless viaja a todo lo largo de los EEUU. Sin vehículo. Sin dinero. Sin identidad. Sin compañía. Tan solo él y sus reflexiones que, en más de una ocasión, tumbaran al espectador cabeza abajo. ¿Por qué debemos acatar cada orden? ¿Por qué nos privan de nuestra libertad a cada paso, a cada golpe de respiración?

Pero, lo más importante de esta película reside en las sensaciones que transmite: libertad, amor por la naturaleza, inconformismo. El compositor Eddie Vedder hace un gran trabajo en este aspecto. Su música (así como todas las imágenes de naturaleza salvaje) nos transportan a un mundo paralelo donde las preocupaciones no existen más que en nuestra mente; donde otro tipo de existencia es posible. Una existencia en la que tan solo hay paisaje, un par de libros, animales que cazar, un autobús mágico. Y, por supuesto, tú mismo.

A veces pienso en todas las personas que se encontraron a Chris en su camino, como la pareja de hippies del caucho o Ron Franz. ¿Alguna vez pensaron en lo importante que llegaría a ser Chris en sus vidas? ¿Alguna vez se dieron cuenta de lo peligroso de su proyecto? ¿De lo peligroso de ir a Alaska, a la naturaleza salvaje, sin nada más que unas simples bolsas de arroz, una garrafa de agua vacía y unas botas de montaña? Pero aún más, seguro que nunca imaginaron que sus vidas serían publicadas, proyectadas en una película, conocidas a nivel mundial.

En realidad sería Jon Krakauer, periodista, escritor y alpinista norteamericano el que investigó sobre el viaje de Chris y decidió publicar un reportaje sobre su viaje. Más tarde el reportaje se convertiría en libro. El libro, que no tiene absolutamente nada que objetar y que cuenta, no solo las aventuras de Christopher, sino también algunas de las del propio autor, pasaría a ser película.

Pero, fundamentalmente, una reflexión que me surge a partir de esta película es aquella relacionada con las relaciones humanas. En este mundo gobernado por las tecnologías y la comunicación instantánea, no parece quedar espacio libre para la soledad: un estado tan necesario como aquel que ofrece la compañía. Y esto es algo que se puede apreciar a lo largo de toda la película. Puede ser que Christopher Mccandless fuera tan cabezota como para no pensar en nada más que en la soledad pero, finalmente, comprendió que la felicidad, solo puede ser real cuando es compartida. Es una lástima que se tuviera que dar cuenta tan tarde.

En cierto momento de la película Christopher McCandless dice:

Se equivoca si piensa que las alegrías de vivir las dan solo las alegrías humanas. Dios impregno con ella todo lo que nos rodea, está en todo lo que podemos experimentar. La gente tiene que cambiar su forma de ver las cosas.

Y es cierto que a veces asusta el hecho de que hoy en día muchos no puedan disfrutar de su soledad, de su aislamiento del exterior, tan necesario para mejorar y crecer dentro de nosotros mismos.

Creo que, en realidad, lo que más me gusta de esta historia es que, en realidad, no es tan solo una historia. Aunque “Into the wild” es la historia de Christopher McCandless, se trata también de la historia de todos aquellos que lo acompañaron en su viaje. Y cada una de estas historias es de una belleza indescriptible.

Lo cierto es que ya he escrito casi dos folios de Word pero aún soy incapaz de reflejar el contenido de la película, de transmitir su fuerza. La bajada por los rápidos en canoa, los momentos de caza, el impresionante paisaje de las tierras salvajes. Y creo que, precisamente por ello, es mejor ver la película directamente y hacerse su propia idea.

A todo esto, tan solo quiero añadir que la banda sonora, de Eddie Vedder, obtuvo un premio Grammy a mejor canción adaptada a una película. Además, es la música perfecta para un viaje por carreteras ¡Queda advertido!


La primera vez que vi esta película, esta tuvo un fuerte impacto sobre mí. Cambió mi manera de ver las cosas en muchos aspectos. A los pocos meses, me inspiró para escribir este pequeño relato que, releyéndolo ahora, poco tiene de la película y mucho más de historieta de amor. De todas formas, quería compartirla aquí:

Ahora que Anne era mayor se pasaba las tardes sentadas frente al televisor, como cualquier otra mujer con el pelo blanco. Aunque ella sabía que no era como las demás. El resto tan sólo veía allí a una anciana sentada en la camilla, pero no sabían que ella miraba el aparato de televisión sin ver. Que oía sin escuchar. Tan sólo pensaba que aquella sucesión de sonidos monótonos y repetitivos podían ayudarla a recordar. Y recordar era todo lo que allí hacía.
Recordaba el tacto de las telas, sus llamativos colores. Los olores, tan intensos. Y sus ojos. Esos ojos marrones que la seguían allí dónde fuera aquel verano de 1969.
Anne acababa de cumplir veinte años y sus padres habían decidido celebrarlo con un viaje a la India. Habían alquilado una gran casa al lado de Deli y allí pasaban los días y las noches.
Desde el primer día aquella tierra cautivó a Anne. La gente y su pobreza que ella nunca hubiera creído desde su acomodada situación en Inglaterra. Y lo mejor de todo eran aquellos paseos por la mañana al mercado a dónde acompañaba a Nayara, la chica que se ocupaba de las tareas domésticas. Ambas tenían la misma edad y desde el principio quedaron unidas por fuertes lazos de amistad, sin importarles la procedencia ni la diferente posición que provocaba más de un codazo a su paso. Lejos de esto, compraban y cocinaban juntas y luego pasaban la tarde entre baños en el riachuelo de al lado de la casa. Allí una pequeña cascada las hacía saltar y reír.
Allí fue dónde lo vio por primera vez. Un nómada, un alma indómita. Él.
Las miraba mientras se bañaban y no parecía importarle ser descubierto en su observación.
Cuando Anne lo descubrió entre los ramajos se pegó un susto de muerte, ahora sonreía al recordarlo. Un chico tan blanco como ella. Barbudo y vestido con un taparrabos indio. El torso al descubierto. En su mano un palo afilado con el que había estado pescando. Y esos ojos que no se despegaban de ella un segundo. Y ella que tampoco podía despegar los ojos de él.
Vivía en una chabola cerca de la finca que ellos tenían, le contó Nayara. Él también había llegado con dinero. Ataviado de trajes occidentales y buenos modales. Era un chico raro. Lo consideraban loco y la gente trataba de rehuirle siempre que le era posible. Comenzó dando su dinero a los pobres que se morían de hambre. Les daba comida y mantas donde hacer más apacible su vida en la calle. Todos temían el día en que se fuera y ya no hubiese nadie que se apiadase de ellos. Sin embargo ya nunca se fue. Se quedó a vivir en la naturaleza. Tenía su propio huerto y le gustaba pescar. Era educado y, sin embargo, la gente ya no podía fiarse de él. Un hombre que había abandonado su vida por ser como ellos debía de estar loco o ser un idealista. Y allí ya no había espacio para ninguno de los dos.
No fue hasta finales de mes que Anne volvió a verlo. Vendía tomates en el mercado aunque nadie parecía comprarle. Aparentemente ajeno a la situación, permanecía sentado en una silla plegable, con unas gafas enormes, leyendo. El pelo, largo y enredado, lo tenía sujeto en un moño encima de la cabeza y, envolviéndolo, un llamativo fular morado. Se acercó, no sabía por qué pero no podía evitar sentirse atraída por su presencia. Por aquellos ojos marrones que ya no se separaron de ella en todo el verano.
-Hola -le saludó en inglés.- Quiero un par de kilos de tomates por favor.
Y él le sonrió. Aquella sonrisa. Aquellos dientes algo amarillentos y desgastados para lo temprana de su edad.
-Claro que sí. -Y su acento. Su voz. Su olor.  -¿Quieres que vayamos a dar un paseo?
Él llevaba el carrito y, sin saberlo, también su corazón. La gente a su alrededor se volvía a cada instante. Preocupados. Curiosos. Desconcertados. Ella, la chica buena y educada. Guapa si podía considerarse hermosa a una mujer tan pálida. Refinada.
Y hablaron. Hablaron de filosofía. Y de arte. Hablaron de la India. Y de Inglaterra. Pero no hablaron de ellos. ¿Qué significaban esas dos pequeñas y materiales personas, sujetas al devenir?
Caminaron lo que le parecieron instantes, horas en la realidad. Hasta llegar a un recodo del río donde el agua caía en cascada, alborotada. Pura. Virgen. Cristalina.
Y se desvistieron. Y ya no hablaron más de filosofía. Ya no más de arte ni política.
Sino que se dejaron hacer. Nadaron y se zambulleron una y otra vez. Felices de su felicidad mutua. Se abrazaron y se sintieron unidos. Ellos que tan sólo se conocían de unas horas atrás. Pero ¿Qué importaba el tiempo en un mundo donde todo se acaba? ¿Para qué conceder importancia al tiempo cuando quizás mañana ya no quede nada? Si tan sólo nos quedan fragmentos que una vida que recordar. El ayer, el hoy y el mañana confluyen y se abren camino a través de los días, las horas, aquellos instantes en los que somos felices.
Aquella noche, Anne pensaba en él. Christopher era su nombre inglés. Aahan su nombre indio. En sus caricias, en sus besos, su deseo aumentaba. Su anhelo por dormir con él, por notarlo cerca, junto a ella.
Aquella noche Anne se escapó de casa por primera vez. Anduvo cerca de media hora a oscuras bajo riesgo de pisar una víbora hasta encontrar la chabola donde él hacía su vida. Y no le sorprendió ver luz a través de la ventana. ¿Cómo dormir si se puede vivir?
Aquella noche la pasaron juntos. Y como aquella noche muchas más. Abrazados se contaban sus sueños, fantasías utópicas que, sin embargo, veían cerca. Tan cerca. Ella dejó sus faldas y sus trajes. Los colores eran demasiado llamativos como para dejarlos en los puestos. Quería vivir, formar parte de aquello. Y ante todo quería amar. Aún más. Deseaba sentirse amada.
Leían y reían juntos. Por las noches fumaban canutos y se transportaban. A otra vida. A otros cuerpos. Y hacían fotos. Él le enseñó a pescar. Ella a coser.
Pero el verano terminaba y la madre de Anne la instaba a volver a casa. Allí sus estudios. Sus amigas. Su primo Adrien, pretendiente desde hacía ya años.
Y las quejas y los lloros. La impotencia e incomprensión. ¿Cómo poder añorar a una persona con la dormía todas las noches?
Y aquel último día. Aquella madrugada tan especial después de horas a través de las rutas salvajes para alcanzar aquel oasis. Aquel paraíso inhabitado. Las cañas, el río. El amanecer. Anne recostada en su pecho y el sol cubriéndolos poco a poco. Los ruidos de la naturaleza al despertar.
Y allí se quedó. Él con sus ojos marrones. Con las promesas sin cumplir y los sueños de una juventud recién descubierta.


sábado, 22 de junio de 2013

Bajo el sol de la Toscana






Hacía siglos que no me sentaba después de comer a ver una película en familia y debo reconocer que gracias a la de hoy me han entrado ganas de hacerlo más a menudo. Después de unas semanas de no parar noto que comienzo a tener más tiempo libre, noto como si la rutina de verano ya hubiese llegado completamente, inundando mis mañanas y tardes de lecturas y películas en casa o en la piscina. Esa rutina que ahora se agradece tantísimo y que, en agosto, probablemente me tendrá refrita.

Pero bueno, tal y como contaba, esta tarde me he sentado a ver una película después de comer: Bajo el sol de la Toscana. Una película de risas y lágrimas o, como decimos en mi casa, una película de amor y de paz, ubicada en la maravillosa tierra de la Toscana. Eso es. Una película sobre la belleza de la vida (¡y de los italianos!), sobre la fuerza vital y la superación de tantas decepciones que a menudo nos inundan. Y, ante todo, una película que nos muestra la importancia de tomar decisiones impulsivas una vez nos encontramos ante la encrucijada de la vida.

Supongo que el gran mérito de esta película no reside en su historia que, si bien es bonita, no es nada fuera de lo normal. Este reside, en cambio, en las imágenes, en los paisajes, en las escenas que muestra; en la música que nos lleva a través de una Italia de ensueño. No sabría decir porqué pero me ha recordado bastante al libro Comer, rezar, amar de Elizabeth Gilbert (supongo que el escenario de americana en proceso de divorcio que viaja a Italia ha tenido algo que ver).

En especial, me ha gustado esta frase que quería compartir ahora aquí:

Cuentan que construyeron una vía férrea sobre los Alpes entre Viena y Venecia antes de que llegara el tren para realizar el trayecto. Aún y así la construyeron: sabían que algún día llegaría el tren. Si hubiera tomado otro desvío, ahora estaría en otra parte, sería una persona distinta.

A veces da miedo, pánico incluso, pensar en todas aquellas cosas que nos perdemos por tomar un determinado desvío, por pasear por una determinada calle, por decir sí en lugar de no (o no en lugar de sí). Sin embargo, parece mucho más coherente pensar en todas aquellas cosas que nos hemos encontrado a lo largo de la vida gracias a estos desvíos aparentemente irrelevantes.

En todo caso, os recomiendo la película: no tiene desperdicio. 

jueves, 13 de junio de 2013

Una mente maravillosa



Aquí estoy, a la 1:25 de la mañana, tumbada en la cama y escuchando la increíble banda sonora de “Una mente maravillosa” compuesta por James Horner. Contra todo pronóstico no estoy nada cansada, será que la perspectiva de estar de vacaciones me sienta bien.

Esta noche, después de dar mis clases particulares he decidido ver la película de “Una mente maravillosa”, la cual ya había visto innumerables años atrás pero de la cual no podía recordar apenas nada. Debo reconocer que me ha gustado mucho más de lo que hiciera la primera vez. El amor por las ciencias y por las matemáticas; la incansable persecución de una idea: la idea –esa única idea original que sería la clave y solución de todos los demás problemas. Al fin y al cabo fue el propio John Forbes Nash quien publicó una tesis doctoral de menos de treinta páginas: ahí iría su idea, esa que años más tarde le permitiría alcanzar el Premio Nobel.

También se cuenta en “Una mente maravillosa” la historia de una obsesión, de una locura, de una paranoia. John Forbes Nash fue un genio, sí, pero su increíble mente también tuvo una parte oscura. John Nash padecía una esquizofrenia que le obligó a pasar largos períodos de su vida encerrado y con una dura medicación. Afortunadamente, esto no le hizo perder del todo su vida y, poco a poco, este magnífico matemático consiguió solventar sus problemas por sí mismo así como superar sus paranoias, aceptarlas como parte de su propio día, limitarlas, ignorarlas.

Esta película nos muestra la lucha personal contra una enfermedad; la lucha de una persona en favor al amor: amor por la vida, por las ciencias, por los seres queridos, por la culminación de una teoría.


Probablemente John Nash fuera un incomprendido, no tuviera muchos amigos y fuera reservado, egocéntrico, poco tratable; sin embargo, como todo genio, su mente estuvo siempre llena de maravillas, de sueños, de ambiciones; de éxito.